Traje mi fuego para arrebatarte;
vine desde el asfalto y el neón deslumbrante,
desde la confusión, la prisa, el ruido, el humo...
Traje mis ángeles urbanos a tu luz pirenaica;
desafié los hielos y las nieblas
con la soberbia propia del profano.
Transité tus senderos milenarios,
bebí el veneno dulce de tus fuentes,
contemplé tu silueta inamovible
y creí de ese modo hacerte mía.
La realidad, sin embargo, fue distinta:
Me transformó el silencio de tus cumbres.
Me conmovió la soledad de tus ibones.
Sentí el rocío de la madrugada
y el leve susurrar de la espesura.
Me acostumbré a escuchar de otra manera
y a convivir con los extraños seres
que pueblan las orillas del torrente.
Así fue sometida mi arrogancia.
Hoy vago entre tus abetos y sabinas,
vencido por tus armas invisibles,
sujeto al resplandor de tus laderas.

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