Ella ya no vendrá.
Con lentitud consciente, cruel casi,
escribo este epitafio, en los relojes
sonó la hora última y ella no está conmigo.
Ella ya no vendrá, todo está quieto.
Ni un sonido perturba las estancias
salvo el piar cadente y melancólico
del pájaro parado en mi ventana
entonando un caótico presagio.
Es todo calma el viento en las persianas,
todo ausencia de risas, todo olvido.
Quien sabe si serán las ratas
las que acaben comiéndose la caja de bombones
o será pasto de los años en lo alto del estante.
Ella ya no vendrá, para otros labios
el champagne que se enfría en la nevera.
(Acaso los vecinos me denuncien
a causa de esa música tristísima
que se expande incesante
a altas horas de la noche
por todos los rincones de mi cuarto en penumbra)
Contemplo los cristales que se llenan de lluvia
y las baldosas mates y las paredes torvas
que aun con todo se obstinan en mantenerse verticales.
Un coro de cortinas, un teléfono muerto,
unos guantes callados sin dedos que ceñir,
unas bolsas de plástico colgadas en silencio,
una silla esbozando contornos sin respuesta.
Está muda la radio, apagadas las luces y fumo un cigarrillo,
y ese humo que asciende hasta ensuciar los techos
vuelve a formar, infame, el rostro de la ausencia.
Los pájaros lo saben, ya no cantan;
ella ya no vendrá y la puerta entreabierta
quedará sin que nadie trasponga sus umbrales.
No seguiré escribiendo, sólo quedan recuerdos
de primaveras pavorosamente canceladas,
sólo quedan imágenes perversas
que me llevan a otras tardes y a tus brazos,
sólo un sueño lejano que perfila
esos días veloces que se acercan,
esos días vacíos e incoloros
que desgrana, ritual, el calendario.
Y en esta hora última de amor ejecutado,
miro hacia el sol poniente, hacia el crepúsculo,
hacia esas nubes quietas, heraldos de la noche,
hacia todas las calles que, pérfidas, te alejan.
Y sólo queda la constancia amarga
del resplandor perdido.

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