Asumo las calladas paradas de autobuses,
las aceras raídas por el paso del tiempo,
los bancos ahogados por la lluvia
y aun la congoja indefinible de una tarde de otoño.
Acepto los combates en que muere la tarde
a solas con sus vientos, arrastrando su tedio,
acumulando pena en viejos corazones
enfermos de amargura.
Asumo la grandeza de la vida
y también la batalla que plantea.
Me someto cordialmente a largos soliloquios
pronunciados a diario por amables vendedores
de electrodomésticos de inmensa sofisticación,
mientras mi anciano (casi niño) corazón
me exhorta incansable a la impostergable huida.
Asumo la nostalgia.
Pero no me es posible,
por más que os empeñéis,
adultos míos,
asumir incautamente mi edad de persona seria
y mi reputada posición de obrero respetable
abrumado por el peso de las obligaciones sociales.
Decidme:
¿Cómo puedo sonreír satisfecho
mientras miles de rostros con sonrisas fingidas
me acechan desde las sombras del neón
en espera de una oportunidad ventajosa
que les permita acuchillar definitivamente
mis esperanzas
mis sueños
mis ciudades?

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