17 de enero de 2014

Caverna


No es que seamos del todo inconscientes
de nuestra heredada condición de oscuros
y resignados habitantes sedentarios
en la caverna que pintó el filósofo.

(Aunque disimulemos, no ignoramos
que sombras sólo son, y no otra cosa)

Pero es más fácil permanecer quietos
sentados en silencio frente al muro
contemplando esas figuras móviles
y sus exuberantes maniobras.

Es más cómodo ver pasar las horas
sin esbozar un gesto, sin silbar una nota,
sin mirar hacia el sol -siquiera de reojo-
(porque la luz abrasa la retina).

Y si alguno levanta la cabeza,
si alguien susurra o canturrea,
si alguien grita que existen las estrellas,
entonces le miramos con desprecio,
le escupimos con furia, le arrojamos
las virulentas piedras de la ira
o el amargado esputo del silencio.

(No importará si el díscolo insurgente
es nuestro propio hijo, nuestra sangre,
el magma inmaterial de nuestra entraña).

Para preservar nuestra mentira
-nuestra tiniebla de imágenes fugaces-
le acuchillaremos ritualmente;
después veremos su sangre derramada
como si fuese otra, como si sólo fuese
la lava redentora de los dioses,
el fulgente licor de sus ensueños
-otra figura más en la pared bailando-.


De Por si mañana no amanece
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