¿De qué me serviría, amigos míos, tomar ahora la palabra?
¿De qué esgrimirla como espada candorosa
o arrasar con su filo las esperanzas de los aún no nacidos?
Si ya no quedan batallas que cantar
ni flores que ofrecer en despedida.
Si no existe la nave en que un día nos hicimos al mar.
(Sus mástiles hoy yacen bajo metros cúbicos de agua y de petróleo
o peor, en el fondo de los archivos históricos
de alguna biblioteca oscuramente clausurada)
Decidme, ¿para qué?
Puedo seguir cantando, sí.
Denunciando a todos esos turbios criminales
que se escudan tras la innombrable estatura
de sus flamantes títulos universitarios
mientras a su espalda van dejando indiferentes
un insufrible censo de cadáveres.
Puedo seguir hablando para nadie
de la ritual explotación (ahora ya debidamente regulada)
de que es objeto el pueblo pasivamente amodorrado.
Puedo llenar vuestros oídos, las cuartillas, las pantallas
de los ordenadores, las páginas de un periódico ineditable.
Puedo convertirme en huidizo virus e inundar vuestros discos duros
con todas las palabras que no deben pronunciarse.
Pero, decidme, amigos míos habitantes
¿En verdad serviría para algo?
En lujosas sedes se entregan afamados premios.
Hay fiestas cada noche en cada barrio
celebrando incoherentes aniversarios, centenarios,
solemnes efemérides exhaustivamente documentadas
o importantísimos hechos históricos que nadie conoció.
Bellas modelos posan con la mejor de sus sonrisas
en el centro de la sala iluminada
esperando que les llegue el turno de decir su frase
mientras los pesos pesados de la política, la farándula y el deporte
atiborran las repletas mesas
atiborrándose a su vez de canapés y flashes y entrevistas
y preguntándose el nombre del galardonado
y, claro está, el motivo de tanto reconocimiento
y así sucesivamente hasta el borroso amanecer de las tapias circundantes.
Todo, pues, como un teléfono sonando al otro lado del telón
entre locas carreras de fotógrafos y dandis,
anacrónicamente sonando sin que nadie se atreva a descolgarlo
mientras los camareros lo miran con recelo
y el gesto incómodo de los espectadores del palco
delata la total incongruencia del molesto zumbido
que no permite escuchar la dulce voz de la diva
subcontratada para tan grandiosa gala.
¿Cómo entonces, decidme, cómo desenterrar
la voz que en otro tiempo se quiso hacer bandera
para no más devenir en arroyuelo
o en hedionda charca?
Pero tal vez me gustaría nombrar el homenaje,
el tan necesario homenaje que nunca tuvo lugar
y que tampoco es probable en los años venideros.
A esa gente que surca las avenidas y los campos
cuando el sol no es aun sino una vaga presunción
allende el gris telón del horizonte.
A esos ¿qué galardones? ¿qué ofrendas?
Decidme.
A esas mujeres de callosas manos que sostienen el mundo
sin murmurar una palabra de reproche y en las cálidas noches
se entregan sin un quejido sospechando oscuramente
que su fatigada entrega forma parte de un complejo engranaje
que jamás podrían comprender.
A ellas ¿quién las premia? ¿Dónde se las festeja?
Pero, insisto, queridos supervivientes compañeros
del olvidado viaje que algún día emprendimos
sabiendo de antemano lo arriesgado de la travesía
hacia ese continente que ningún mapa reconoce.
¿Es posible aún, a estas alturas, ser oídos?
Reflexionad, amigos existentes todavía.
¿No sería mejor hablar de fútbol, de toros o flamenco,
seguir con atención los avatares de la moda,
comentar lo preciosa que estaba tal o cual princesa
o invertir en acciones rentabilísimas
los veinticuatro cromos heredados
de aquel niño que aún nos sonríe esperanzado
desde el fondo amarillento de una fotografía inconcebiblemente rescatada
a las inclementes brasas de la vida?
Pero en el fondo de vuestros ojos, puedo verlo, hay una chispa.
Debe haber otros mares, debe haber otras naves
que puedan conducirnos con rumbo a la utopía.
Debe haber otras corrientes submarinas, otros puertos,
otros muelles donde atracar la nave misteriosa
que naufraga y naufraga y vuelve a naufragar y sigue navegando
sin importar las nieblas, sin importar las rocas,
los siniestros escollos que van surgiendo entre las olas
ni el embravecido mar que por doquier salpica espuma
desorientando brújulas y estrellas.
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