Las alas del gorrión se agitarán de nuevo,
habrá otro amanecer, otra promesa,
otro lienzo pintado con trazos luminosos.
Será como si nunca
hubiésemos perdido
el dorado fulgor de la esperanza.
Las alas del gorrión se agitarán de nuevo,
habrá otro amanecer, otra promesa,
otro lienzo pintado con trazos luminosos.
Será como si nunca
hubiésemos perdido
el dorado fulgor de la esperanza.
Morirás y otra estrella,
otro vendaval de luz, otra quimera,
ocupará tus ropas, mirará con tus ojos,
besará con tus labios, imitará tu risa,
la forma en que caminas, tu tristeza...
Pero ¿quién?
dime ¿quién
te soñará despacio cada noche
cuando el olvido barra las palabras?
Tal vez sea mejor buscar un fuego
y echarse a navegar entre las brasas
para así rendir culto a las cenizas.
Y luego renacer.
Proféticamente renacer
para surcar el nuevo firmamento
sin fuegos fatuos ni estrellas engañosas
ni efímeros efluvios de rocío
bañando la espesura estremecida.
Renacer y sentir sobre la carne
la brasa de otra carne despertando
flamígeros volcanes en reposo.
Siempre nuestro yo espera allá a lo lejos,
al otro lado de los montes, en otra encrucijada,
siempre en la distancia,
en la inmensidad.
Y un suspiro fugaz se nos escapa,
pero es ya tarde y hay que regresar
a lo cotidiano, a lo absurdo,
a esta existencia urbana que es apenas la sombra
de una muerte aplazada que desgrana
esos inapresables minutos que nos van alejando
de ese otro nuestro yo que espera en la distancia
dormido, yacente, acaso ya sin la menor esperanza...
También
el fondo de mi copa está vacío.
Como las noches
Como los días
Como los árboles del patio
Como la vida
Tan sólo la resaca
permanece.
La vieja escalera baja hasta una calle estrecha.
La calle desemboca en una plaza habitada por breves y coloridos jardines, farolas y palomas.
En la plaza nace una avenida.
La avenida conduce al parque.
En el parque hay niños que juegan, perros corriendo, ancianos leyendo la prensa, madres agobiadas, mendigos, desocupados, algunos jóvenes que han faltado a clase, uno o dos guardias y, en el centro de todo, dos hombres muy serios que disputan una partida de ajedrez.
Diríase que mientras ellos meditan, el tiempo se detiene. Diríase que cada movimiento produce consecuencias de alcance insospechable. Tanto es así, que el simple eco que nace del avance de un peón blanco (la mano del jugador lo está empujando hacia la siguiente casilla) puede ser el envés de la corneta homicida que en ese mismo momento, en otro lugar, desata un frenesí de fuego y horror que se va extendiendo por la altiplanicie hasta llegar a la remota aldea donde un durmiente anónimo sueña una casa en lo alto de una escalera de piedra.
No me quedan auroras que ofreceros.
Nunca regresaremos de esas tierras de humo
donde yacen calcinados los arcángeles
y una flor es un símbolo de infamia.
No me quedan ibones ni amapolas,
ni el destello fugaz de un arco-iris.
Tan sólo lluvia triste en los bolsillos.
Otoños.
Cánceres de paloma desplumada.
Y a lo lejos un sol que se desmaya
tiñendo de silencio los campos desolados.
Sus ojos son la senda incomprensible
hacia mundos terribles nunca presentidos.
Todo en el aire parece agazapado
como en espera de un único movimiento en falso
para saltar definitivamente sobre tus últimas moradas.
Los maniquíes no saben hablar.
No es probable que uno de ellos se decida a amar.
Nunca podrás sembrar la dulzura en sus almas
porque sus almas están hechas de plástico.
Sus frías manos nada harán renacer.
El coágulo incoloro de sus rostros,
la rigidez enfermiza de sus miembros,
la quietud infinitamente repetida,
pueden causar lesiones en el corazón poco habituado
del incansable espectador de platea.
Pero no mires jamás a los ojos de los maniquíes
o tu alma podría hundirse en el fondo sin fe de los espejos
o peor, diluirse
en el cosmos sin fin de las regiones quietas.
¿De qué me serviría, amigos míos, tomar ahora la palabra?
¿De qué esgrimirla como espada candorosa
o arrasar con su filo las esperanzas de los aún no nacidos?
Si ya no quedan batallas que cantar
ni flores que ofrecer en despedida.
Si no existe la nave en que un día nos hicimos al mar.
(Sus mástiles hoy yacen bajo metros cúbicos de agua y de petróleo
o peor, en el fondo de los archivos históricos
de alguna biblioteca oscuramente clausurada)
Decidme, ¿para qué?
Puedo seguir cantando, sí.
Denunciando a todos esos turbios criminales
que se escudan tras la innombrable estatura
de sus flamantes títulos universitarios
mientras a su espalda van dejando indiferentes
un insufrible censo de cadáveres.
Puedo seguir hablando para nadie
de la ritual explotación (ahora ya debidamente regulada)
de que es objeto el pueblo pasivamente amodorrado.
Puedo llenar vuestros oídos, las cuartillas, las pantallas
de los ordenadores, las páginas de un periódico ineditable.
Puedo convertirme en huidizo virus e inundar vuestros discos duros
con todas las palabras que no deben pronunciarse.
Pero, decidme, amigos míos habitantes
¿En verdad serviría para algo?
En lujosas sedes se entregan afamados premios.
Hay fiestas cada noche en cada barrio
celebrando incoherentes aniversarios, centenarios,
solemnes efemérides exhaustivamente documentadas
o importantísimos hechos históricos que nadie conoció.
Bellas modelos posan con la mejor de sus sonrisas
en el centro de la sala iluminada
esperando que les llegue el turno de decir su frase
mientras los pesos pesados de la política, la farándula y el deporte
atiborran las repletas mesas
atiborrándose a su vez de canapés y flashes y entrevistas
y preguntándose el nombre del galardonado
y, claro está, el motivo de tanto reconocimiento
y así sucesivamente hasta el borroso amanecer de las tapias circundantes.
Todo, pues, como un teléfono sonando al otro lado del telón
entre locas carreras de fotógrafos y dandis,
anacrónicamente sonando sin que nadie se atreva a descolgarlo
mientras los camareros lo miran con recelo
y el gesto incómodo de los espectadores del palco
delata la total incongruencia del molesto zumbido
que no permite escuchar la dulce voz de la diva
subcontratada para tan grandiosa gala.
¿Cómo entonces, decidme, cómo desenterrar
la voz que en otro tiempo se quiso hacer bandera
para no más devenir en arroyuelo
o en hedionda charca?
Pero tal vez me gustaría nombrar el homenaje,
el tan necesario homenaje que nunca tuvo lugar
y que tampoco es probable en los años venideros.
A esa gente que surca las avenidas y los campos
cuando el sol no es aun sino una vaga presunción
allende el gris telón del horizonte.
A esos ¿qué galardones? ¿qué ofrendas?
Decidme.
A esas mujeres de callosas manos que sostienen el mundo
sin murmurar una palabra de reproche y en las cálidas noches
se entregan sin un quejido sospechando oscuramente
que su fatigada entrega forma parte de un complejo engranaje
que jamás podrían comprender.
A ellas ¿quién las premia? ¿Dónde se las festeja?
Pero, insisto, queridos supervivientes compañeros
del olvidado viaje que algún día emprendimos
sabiendo de antemano lo arriesgado de la travesía
hacia ese continente que ningún mapa reconoce.
¿Es posible aún, a estas alturas, ser oídos?
Reflexionad, amigos existentes todavía.
¿No sería mejor hablar de fútbol, de toros o flamenco,
seguir con atención los avatares de la moda,
comentar lo preciosa que estaba tal o cual princesa
o invertir en acciones rentabilísimas
los veinticuatro cromos heredados
de aquel niño que aún nos sonríe esperanzado
desde el fondo amarillento de una fotografía inconcebiblemente rescatada
a las inclementes brasas de la vida?
Pero en el fondo de vuestros ojos, puedo verlo, hay una chispa.
Debe haber otros mares, debe haber otras naves
que puedan conducirnos con rumbo a la utopía.
Debe haber otras corrientes submarinas, otros puertos,
otros muelles donde atracar la nave misteriosa
que naufraga y naufraga y vuelve a naufragar y sigue navegando
sin importar las nieblas, sin importar las rocas,
los siniestros escollos que van surgiendo entre las olas
ni el embravecido mar que por doquier salpica espuma
desorientando brújulas y estrellas.