Crea el alma montañas confortables
donde no tiene entrada el sufrimiento.
Teje el deseo mágicos tapices
para escapar al tedio,
para huir del vacío insoportable
de las tardes sin nadie.
Pero el tiempo en su avance inexorable
consigue disipar la frágil telaraña
coloreando todo en tonos tormentosos,
llenando de tristeza las paredes desnudas.
¡Todo es un olor agrio!
¡Todo un sabor amargo, una añoranza
de sombras intangibles y lejanas!
Luego nos desbocamos con rumbo a la locura.
El dolor nos aboca a siniestros torbellinos,
nos empuja a la búsqueda incesante
de una voraz e inconsciente autodestrucción
y una aun más trágica quietud,
como un océano de flores espantosamente ennegrecidas,
como un tropel de trenes angustiosamente detenidos.
Queda en el pecho un latido que se apaga,
una nostalgia que se extingue,
un terrible silencio que no puede ignorarse.

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