Él era una llamarada incontrolable.
Ella un viento de sauces venerables.
Por ella alguien compuso mil canciones
y se escribieron versos en su nombre.
A él nada le importaba salvo el sueño
que en su frente las zarzas escribieron.
Él era un yermo condenado por las piedras.
Ella un vergel sediento de promesas.
De él se supo que amaba los caminos
que conducen al mar de la tristeza.
Ella, mientras, moraba entre las sierras
sin conocer del mundo los delirios.
¿Cómo fue que sus manos convergieron?
Eso nadie lo sabe, pero es cierto
que una tarde nublada se prendieron
los ojos en los ojos y se abrieron
las almas que escondían los deseos.
Como era previsible, se perdieron:
Ella se fue por un fértil sendero.
Él busca en los volcanes su secreto.
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