4 de septiembre de 2017
Odio los polígonos industriales
Odio los polígonos industriales.
Mi primera experiencia laboral fue en uno de ellos;
en una imprenta ubicada en un sótano
donde apenas se intuía la luz del sol.
Tal vez sea ése el motivo
o tal vez ese olor
a cosa muerta
mezcla de gasolina
quemada, alquitrán,
metales al rojo o no sé qué...
Es un olor inconfundible
que define perfecta e inequívocamente
la existencia de un polígono industrial.
Cierras los ojos y lo sabes.
Estás ahí, escuchas
vehículos que van y vienen,
voces que gritan, chirridos,
máquinas en perpetuo movimiento;
abres los ojos y ves:
esas puertas metálicas,
enormes,
las naves gigantescas,
los camiones, la gente
embutida en uniformes
que insinúan una cárcel
sin barrotes y sin escapatoria.
Y al llegar la noche,
un silencio de muerte
como si el mundo estuviera a punto de extinguirse
o se hubiera extinguido,
salvo por la obstinada presencia
de ese hombre solitario
que camina entre las calles muertas
como un perro olvidado por los dioses.
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