19 de junio de 2012
Música
Como se sabe, la música es extremadamente peligrosa: Incita a la evasión. Por eso los presos la tenemos prohibida.
Es cierto que no podemos hablar de una prohibición explícita, pero en ninguna celda hay aparatos capaces de reproducir música ni se recuerda que tales objetos hayan existido aquí alguna vez; tampoco se tiene constancia de que haya sonado entre estos muros una sola nota musical (si omitimos que todo sonido lo es); para los más antiguos en la institución, cuyos recuerdos han ido erosionando a partes desiguales el transcurso del tiempo y la rutina de la reclusión, el mero concepto resulta extraño.
Otro detalle significante es la actitud del carcelero ante la menor amenaza de ejecución musical por mi parte. Siempre que he tarareado algunas notas (principalmente algunas mañanas en que mi estado de ánimo denotaba los evidentes rastros de haber soñado con Ella) ha aparecido en la entrada de la celda con una expresión severa y ha permanecido allí, firme e imperturbable, hasta ver bruscamente truncada mi pequeña serenata privada. Nunca dice una palabra, pero su sola presencia hace que desaparezca cualquier deseo de seguir en el empeño. Así, la música se arrincona de nuevo en su propia celda y el perenne silencio retorna como una maldición. A veces, ni fue necesario que mis labios emitieran sonido alguno: la simple intención de silbar unos compases provocaba la inmediata comparecencia del carcelero.
Por eso supuso una inexplicable sorpresa escuchar, en medio de la tediosa calma que rige nuestras noches -tan parecidas, en el fondo, a nuestros días- unos acordes provenientes del piso de arriba, donde, según los rumores, se halla la habitación del carcelero (si es que hemos de suponer que existe un sitio semejante). Tuve la perturbadora sensación de haber escuchado antes aquellas notas, que no fui capaz de identificar.
Como hecho aislado, resultaba anecdótico, casi gracioso, pues vendría a demostrar que también el carcelero posee cierta sensibilidad, teoría jamás reconocida por el gremio de carceleros ni tenida siquiera en cuenta por el de presos; pero cuando la audición nocturna se convirtió en costumbre, hubo que tomar medidas: Así, cada vez que la noche se llena de música lejana, -tan tenue que resulta imposible disfrutar de ella, pero no lo bastante como para poder ignorarla- me refugio en mi propio claustro interior hasta anular por completo todo sonido.
Entonces, aterrado por el silencio, el carcelero se aleja con tristeza de su tocadiscos y se pierde entre las galerías en busca de las palabras de aliento de cualquier otro funcionario.
Publicado en Inventiva social y Noticias literarias de América Latina
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