24 de octubre de 2014

Veneno


Creedme: Es en verdad un mal valle, ése de la tristeza, para quedarse a vivir en él.

No hay, oídme bien, ni un solo árbol verdadero, ni un pájaro cuyo canto consiga despertar un destello de magia, ni siquiera un arroyo de aguas transparentes junto al que detener un momento nuestro arduo peregrinaje. Sólo encontraréis allí un exiguo manantial que destila un veneno lento, lentísimo, que el tiempo va inoculando gota a gota en las venas. Lo malo es cuando (a veces pasa, hay gente que le pasa, no pueden evitarlo, les pasa y es casi inconcebible y ojalá que nunca nunca nunca sepamos que se siente) el veneno se convierte en droga y te engancha y comprendes de repente que ya no hay vuelta atrás, y sientes que te estás muriendo -que eso te está matando- y al mismo tiempo sabes que tampoco podrías vivir fuera de ese lugar, porque en el exterior no existe nada respirable.

Yo conocí una mujer que contrajo esa enfermedad; estuve cerca, muy cerca de ella, tan cerca que fue imposible (lo supe desde el primer momento) evitar el contagio, imposible permanecer inmune a ese veneno, y también, -¡cómo olvidarlo!- imposible no amarla sin palabras, no morirse un poco en cada lágrima que manaba de sus ojos, no irse olvidando, poco a poco, de los caminos de retorno, de la posibilidad de retornar a cualquier parte, de la mera existencia de otro sitio que no fuera ese valle donde hasta el rumor del viento es una ausencia.


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