Cuando subía por última vez la cuesta en dirección al Puente
de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada
y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos
euros y algunos céntimos. Se lo di todo. Ella protestó. Yo insistí. Finalmente
aceptó pero se quedó allí quieta, mirándome, como si aún hubiese algo por decir
o no supiese muy bien qué hacer. Miré hacia el río. Vi al otro lado las torres,
las antenas, la ciudad extendiéndose infinita, asfixiante. Igual que ayer,
igual que mañana. Pero esos ojos curiosos, expectantes, representaban un
cambio, una suerte de túnel secreto por donde escapar a ese marasmo. Me ofrecí
a llevar el bidoncito, a acompañarla en la búsqueda de una estación de
servicio, a ser una mínima etapa en su camino y aceptar su presencia en medio
de mi nada. La corriente lo entenderá, sabrá esperarme; a lo largo del tiempo
diríase que no ha hecho otra cosa.
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