Cuando el poeta es niño aún
se le cincela a golpes de martillo
para que vaya asimilando los conceptos:
trabajar, consumir, asumir, imitar.
Como a todo niño se le sienta
durante horas frente al televisor
esperando tal vez que esas imágenes
le hagan abandonar sus flamígeros bosques
y sus vastas estepas de nenúfares y ámbar.
Pero el poeta niño atrapa las imágenes
y las transforma, las retuerce y desgarra,
las convierte en ideas y metáforas
y de ese modo va aprendiendo
que todo es simplemente un decorado
y le rodean figurantes dóciles
incapaces del grito o de la lágrima.
Así, con disimulo, el poeta-niño sonríe dulcemente
finge interés, parece embelesarse
hasta el momento en que le creen ya curado.
Cuando el poeta deja de ser niño
y su sonrisa ya es tan solo el rictus
de quien ha visto demasiado y ni siquiera
tiene el don de la inercia o el olvido,
cuando llega la hora de esgrimir la palabra,
sus manos invisibles acuchillan
el rostro abominable de la farsa
y ya nadie sonríe, nadie aplaude,
nadie entiende esas palabras duras
que parecen surgidas de la entraña.
Y todos se preguntan, consternados
¿qué habrá sido de aquel niño-poeta?
mientras el rímel, el auto, la corbata...
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