¡Qué buenos somos todos al llegar la navidad!
Parece entonces que ni marzo ni octubre,
ni abril (con su crueldad denunciada por Eliot)
hubieran sucedido. Pareciera
que los asesinatos fueron malentendidos,
las traiciones, descuidos; las mentiras,
un lapsus pasajero, un hecho intrascendente.
Ya no importan entonces los feroces balazos,
ni la sangre vertida por puñales impíos,
ni tantas violaciones vilmente ejecutadas
ni el tiempo cancelado en las agendas rotas
de tantos peregrinos que transitan la vida
ajenos a las bífidas conciencias de los hombres.
¡Qué fácil es entonces meter bajo la alfombra
de las hipocresías las heces cotidianas!
¡Qué fácil olvidar los crímenes que apestan
de norte a sur los mapas desangrados!
¡Bebamos y olvidemos!
¡Que los belenes y árboles de plástico
nos devuelvan (solo por un instante)
ese espíritu puro, esa alegre inocencia!
¡Bebamos y olvidemos!
No dejemos que enturbie nuestra fiesta
el recuerdo de aquellos que padecen
los terribles hachazos del olvido.
Pero al doblar el año nuevo los espejos,
esos insobornables confidentes,
otra vez acusarán con sus reflejos
como afilados dedos delatores,
volverán a brillar las navajas de la envidia
volverán a ser las cosas como siempre
fueron en esta tierra invertebrada:
hijos abandonados, amigos postergados,
ancianos desahuciados, rostros indiferentes...
¡Aparta de mí este cáliz! Padre, no permitas
que mi perdón alcance a los verdugos,
ni a aquellos otros que la mano esconden
después del lanzamiento de las piedras
que lapidan esperanzas de muchachos.
¡Aparta de mí este cáliz! Padre, no permitas
que se olviden los nombres de los muertos.
No me dejes callar aunque los labios
se nieguen al esfuerzo de moverse.
No beberé la sangre de sus venas,
no cobraré monedas irredentas.
No permitas que la memoria me traicione,
que nada borre las iniquidades,
las lagrimas, el miedo, las infamias...
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