En ocasiones, se nos deja salir al patio. Allí, me reúno con otros presos y -no podía ser de otro modo- hablamos de la futura huida. Hacemos planes, cálculos, previsiones. Fijamos fechas, proyectamos túneles, estudiamos los cambios de guardia. En secreto, redactamos informes que guardamos celosamente en nuestra imaginación. Así, consumimos tardes enteras soñando los pormenores de la evasión, el exacto momento en que nuestros pulmones volverán a llenarse del preciado aire de la libertad. Pero, a solas en la celda, una vez que se ha apagado el eco de las conversaciones, ¿quién pensaría seriamente en huir, a pesar de todas las incomodidades? Si todo lo que poseemos -o somos conscientes de poseer- en el mundo, si todo aquello que apreciamos (los imborrables recuerdos, los sueños en los que las innumerables visiones deambulan por la celda cuando dormimos, las multiplicadas y entrañables arañitas que nos visitan cada noche) se halla aquí, entre estos odiados muros, ¿cómo pensar ni un sólo instante en la huida? No creo errar al afirmar que a todos nos sucede lo mismo, que nos sentimos atados por los mismos sentimientos, o acaso tan sólo por la inquebrantable fuerza de la rutina; pero es imposible concebir un recluso que no tenga los más fervorosos deseos de huir: De ahí, sin duda, las interminables conversaciones secretas del patio, y los meticulosos e infalibles planes que jamás se han de poner en práctica.
Yo no sé por qué vivo la vida de este otro que se parece a mí, que habla como yo hablo y ríe como río pero que no es (¿soy?) yo
si sería tan fácil saltar, abrir los ojos, atravesar la línea... de pronto abrir los ojos a esa otra realidad que yo sé que está ahí pero que no distingo perdido entre estas calles que parecen tan sólidas confinado a estas ropas cautivo de este cuerpo que me ahoga y contiene, anclado a la expresión idiota de mi rostro que mira una pantalla donde bailan las sombras de otras gentes que, lo mismo que yo tampoco existen.
Son para ti estos versos (quienquiera que tú seas dondequiera que estés); para ti que caminas sin estrépito por las calles lejanas de otra ciudad perdida (otra ciudad que es ésta, mas donde yo no existo) otras calles tan viejas como éstas que atravieso callejas que recorro solo, sin tus latidos resonando a mi lado; una ciudad gemela tal vez en otro espacio, en otra dimensión desconocida; y tú siempre girando en idénticos círculos, dibujando itinerarios paralelos, pero lejos, distante, padeciendo esta misma soledad que me calcina y sin poder salvar de un salto esa distancia que a los dos nos resulta incomprensible.
Mi vida es un barranco, ya lo dije, una zona desértica, una asfixia. Un cable de alta tensión abandonado al borde de un pantano de petróleo.
Pero llueve y veo caer todas esas gotas, (todas y cada una, como hermanas que me sonríen desde su alba líquida) las veo estrellarse en las baldosas o en los rostros mojados, en los árboles; las veo golpear farolas y paraguas, toldos, ventanas, autos, un buzón, unos bancos...
Y en el medio estoy yo. Mojándome. A pesar de todo. Mojándome y pensando que nadie puede arrebatarme el placer de esta tarde y esta lluvia.
Pero he aquí que, en un recodo inofensivo, se alzarán las barricadas del desánimo.
Esos serán los días de la desolación.
Todos los trinos del mundo habrán cesado y te verás cercado por amenazantes nubarrones prestos a descargar torrentes de decepción sobre tus espantados ojos.
Entonces el camino te parecerá insoportablemente estrecho. Podrás sentir el frío ciñéndose a tu carne, el viento de los páramos azotando tu rostro, la noche agigantándose sobre el valle desnudo.
Acaso en esa hora de lánguida derrota añores las falsas caricias de esa vieja prostituta cuyos labios de colores se entreabren en la distancia.
Ángeles de alquitrán vendrán a rescatarte, te hablarán de noches cálidas, de vasos humeantes, de aromas embriagadores y confortables lechos.
Mirarás el sendero repleto de guijarros, mirarás tus pies descalzos, tu piel enrojecida.
Y así, por un momento, te sentirás perdido, notarás que toda convicción va abandonándote, y tal vez llegues a empuñar la pluma de la renuncia.
Pero la sangre del Caminante se agolpará en tus venas, se detendrá tu mano en el instante exacto de la firma, se entornarán tus ojos y escucharás de nuevo tu voz verdadera recitando el poema nunca escrito de las calles sin luces, de prados y vergeles y niños harapientos sin consuelo.
Sabrás entonces que el país al que te diriges queda demasiado lejos y que nada ni nadie puede trasponer sus murallas sin haber recorrido, palmo a palmo, el camino.
Luego, tu pie se moverá iniciando un nuevo paso, quizá el más doloroso, y esos ángeles falsos se hundirán en el barro dejando apenas su horrible pestilencia a tus espaldas.